"La Noche Boca Arriba" - Julio Cortázar

La Noche boca arriba



Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos;
le llamaban la guerra florida.


A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.
 Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pié y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe. 

 Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en la piernas. "Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado..."; Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio. 
 La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. "Natural", dijo él. "Como que me la ligué encima..." Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerro los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento. 
 Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás. 
 Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían. 
 Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. "Huele a guerra", pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante. 
 -Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto, amigazo.
Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última a visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes, como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor, y quedarse. 

 Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trocito de pan, mas precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose. 
 Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. "La calzada", pensó. "Me salí de la calzada." Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él, aferraba el mango del puñal, subió como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y al la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada mas allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores. 
 Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.
-Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien. 

 Al lado de la noche de donde volvía la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin acoso, sin... Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco. 
 Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno. 
 Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el mas fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero como impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de su vida. 
 Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegados a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil en al cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras. 
(Julio Cortázar, "Final del Juego", Ed. Sudamericana, Bs.As. 1993)


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Análisis:





Un laberinto lleno de luz

Análisis del cuento "La noche boca arriba"

Alguna vez nos conmovieron los arpegios de Chopin; luego, cuando los oímos insertados en la obra de otro compositor, no fue lo mismo. También nos emocionaron las atmósferas de Debussy, pero acordes idénticos escritos por otros nos dejaron indiferentes. Borges escribió "unánime noche" y fue sublime; después de él, nadie puede ya escribir juntas esas dos palabras. Como dijo Felisberto Hernández: "¿Espontáneamente no nos enamoramos de cosas que no son nuestras y las ponemos en la obra y al poco tiempo resultan horribles? Sucede que el valor de cada nota en una partitura, de cada palabra en un texto, depende de todas las anteriores y también, es probable, de las posteriores, ¿invalida eso cualquier intento de análisis musical o literario?. En principio, no; es posible determinar en qué consisten, en sí mismos, los arpegios chopinianos, las armonías de Debussy y la adjetivación de Borges. En cambio, pretender una explicación absoluta del Nocturno en siLa catedral sumergida y Las ruinas circulares parece excesivo. Esas obras no toleran que se las divida para estudiarlas: o se dan como totalidad mostrando siempre la misma cara (como las infinitas cara de una esfera) o dejan de ser ellas mismas en la misma medida en que se las divide. Sospecho que desentrañar La noche boca arriba hasta dejarlo totalmente expuesto, indefenso, es una meta inalcanzable. Sin embargo, me propongo analizarlo. Y aspiro a llegar tan cerca de develar su secreto como sea posible.

El filósofo y la mariposaTrataré de situar La noche boca arriba dentro de la obra de Cortázar la obra de Cortázar como creación artística, y a Cortázar como lo que considero un artista.
Un artista, estoy seguro, posee necesariamente una singularidad de la mirada, cierta sintonía fina que selecciona aspectos de la realidad, les confiere una luminosidad particular y los vuelve totalmente nuevos y cargados de significado. Un artista se completa como tal en la medida en que adquiere capacidad para dirigir su mirada y habilidad para organizar con sentido estético ese material que sólo él puede reunir. Así, la originalidad del arte verdadero (creo en la originalidad), depende del carácter único del instrumento de percepción. Y esto vale no sólo para los escritores realistas, Cortázar suele no serlo, no lo es en La noche boca arriba. Pero la llamada "realidad" nos encadena, no tenemos experiencia de otra cosa. Lo fantástico, lo absurdo, lo maravilloso y lo delirante no pueden ser sino elaboraciones de eso que nombramos como "realidad", no importa su naturaleza ni nuestra capacidad para acceder verdaderamente a ella.
En La noche boca arriba, igual que en El Sur de Borges, un hombre no sabe si está soñando a otro o si es el otro quien lo está soñando a él. Es un tema caro a Cortázar: "Los límites del sueño y la vigilia, ya se sabe: basta preguntarle al filósofo chino o a la mariposa"*. Se refiere, por supuesto, al famoso cuento que Chuang Tzu escribió hace veintitrés siglos:
Hace muchas noches fui una mariposa que revoloteaba contenta de su suerte. Después me desperté, y era Chuang Tzu. Pero ¿soy en verdad el filósofo Chuang Tzu que recuerda haber soñado que fue mariposa o soy una mariposa que sueña ahora que es el filósofo Chuang Tzu?
A diferencia del cuento de Borges que admite dos lecturas, una realista y la otra fantástica, La noche boca arriba permite sólo la solución fantástica. Aparentemente hay dos alternativas. Un hombre viaja en moto, tiene un accidente y es internado en una habitación de hospital; allí, entre momentos de confusa y dolorosa vigilia, sueña ser un moteca perseguido por aztecas que quieren sacrificarlo durante la guerra florida. O: el moteca pertenece a la realidad, duerme boca arriba sobre el piso de piedra de la mazmorra azteca donde está encarcelado y sueña una ciudad maravillosa, con avenidas y luces de colores, sueña que montado en un extraño insecto mecánico tiene un accidente. En el final del cuento, el narrador se sitúa en la segunda posibilidad. Se trataría de un sueño hacia adelante, soñar lo futuro. Esta opción tiene la dificultad de que si se consideran los fragmentos que narran al motociclista como partes del sueño del moteca, la exacta y minuciosa representación del futuro volvería poco riguroso al cuento; el moteca soñaría un brazo enyesado, enfermeras, mesa de noche y una operación de duodeno del enfermo de la cama de al lado. Creo que no es así, que el mismo texto indica que esos fragmentos narran otra cosa; narran, por decirlo de algún modo, la realidad tal como la concebía Cortázar.

La hiperfluidez de la realidad
¿Pero en qué consiste la singularidad de la mirada de Cortázar? Apenas se pone uno a pensarlo se le plantea un problema ¿cómo explicar esa pérdida de densidad de lo real, esa luminosidad casi aérea que parece desprenderse de sus textos? La tentación es repetir aquello del autor que rechaza penetrar en los recintos más secretos y oscuros de la psicología, alguien más preocupado por las tramas que por los personajes, por la luminosa geometría y el costado lúdrico del relato. Pero se advierte enseguida la falsedad de esta visión. No porque falte lo lúdrico y lo geométrico, sino porque estos aspectos están más en la superficie que en la raíz de su literatura. Porque lo que hace Cortázar es, justamente, despojar a las cosas de aquellos atributos que les dan su solidez, su impenetrabilidad. Hay, por un lado, lo que yo llamo una "movilidad característica" que se contrapone a la fijeza, a lo estático e inmutable, y que es aplicable tanto a lo físico como a lo psicológico.
En sentido físico, sería la tendencia ambulatoria que muestran los personajes de Cortázar, que parecería ser su estado natural y en el que, paradójicamente, suelen encontrar su reposo, como el protagonista de El otro cielo cuando vaga por las galerías, o como el hombre de La noche boca arriba que, dejándose "llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas comenzado" se relaja sobre la moto. Aun en los casos en que no es fuente de placer, el movimiento en Cortázar tiene los atributos de un bálsamo o el significado de la posible salvación: el moteca corre huyendo de los aztecas, Rice en Instrucciones para John Howell" corre para salvarse no sabe muy bien de qué. Inversamente, la restricción del movimiento o su imposibilidad generan las situaciones más angustiantes. La autopista del sur y No se culpe a nadie son ejemplos de esto. Y la pesadilla en La noche boca arriba es pesadilla de un hombre inmovilizado, sea en la cama, por el yeso y las poleas, o estaqueado sobre el piso de piedra. Hasta podría pensarse que, aun en los casos en que queda fuera del núcleo de tensión, la inmovilidad gravita de tal modo en el mundo de Cortázar, que lo obliga a neutralizarla de alguna manera. Como en La señorita Cora, donde a la inmovilidad de Pablo enfermo se contrapone un modo de narrar en el que los cambios continuos y si previo aviso de punto de vista confieren al relato una desusada velocidad.
En sentido psicológico advierto la "movilidad característica" en una agilidad de pensamiento que suele proceder saltando escalones, estallando en forma de ocurrencia o aun reflexionanado, pero sin interrumpir la acción (esto dicho como una tendencia que admite excepciones). No es verdad que no hay introspección en Cortázar, sus personajes piensan con profundidadd, lo que sucede es que no sedetienen a pensar, falta el repliegue, el paréntesis habitual. ¿No son acaso Johnny Carter uno de los personajes interiormente más complejos yEl perseguidor uno de los mejores cuentos de la literatura argentina?
A esto se agrega, como otro factor fluidificante, el frecuente desapego que muestra Cortázar por la lógica doméstica, entendiéndose por tal la única lógica de que somo capaces pero atada férreamente a la dura consistencia de la sensatez. Recuerdo, para citar ejemplos muy diferentes, los carros de ruedas con joroba de Datos para entender a los Perqueos, las dificultades para quitarse el pulóver del protagonista de No se culpe a nadie y, de Rayuela, el diálogo antológico de Traveles y Oliveira con Talita, a horcajadas del tablón a tres pisos del suelo. Para los tres ejemplos, y creo que no es casual, el autor prefirió escenarios aéreos que van desde la altura del carro de los Perqueos hasta los doce pisos de No se culpe a nadie.
Pero quizá las tentativas anteriores sean sólo casos particulares de una explicación más general. Porque el munde de Cortázar se instala en un hiperespacio que el, por lo menos, tetradimensional. Allí no se viaja sometido a la tiranía de la duración sino como una posibilidad, puede uno cambiar de lugar manteniendo fija la coordenada temporal, o desplazarse sobre esta coordenada manteniendo fijas las espaciales, o viajar variando todas sin que esto implique un avance hacia adelante en el tiempo. Y esto no es ciencia-ficción, es una concepción de la realidad; no es dotar a la realidad de un elemento extraño que la vuelva más literaria, es despojarla de la engañosa apariencia que muestra a nuestra percepción inmediata. Aun en los textos más realistas de Julio Cortázar está presente esta manera de mirar. En El perseguidor, el saxofonista Johnny Carter exclama "esto ya lo toqué mañana, es horrible, Miles, esto ya lo toqué mañana", también le cuenta a Bruno que en el Metro "ha pensado un cuarto de hora en un minuto y medio", y el lúcido Bruno dice: "...siento como si Johnny me hubiera estado tomando el pelo. Pero esto ocurre siempre al otro día, no cuando Johnny me lo está diciendo, porque entonces siento que hay algo que quiere ceder en alguna parte, una luz que busca encenderse, o más bien como si fuera necesario quebrar alguna cosa, quebrarla de arriba a abajo como un tronco metiéndole una cuña y martillando hasta el final".
Ni siquiera el "yo", el reducto más confiable de la discutida realidad, permanece inmutable en la obra de Cortázar. Si en La noche boca arribala conciencia de ser transmigra del motociclista al moteca, en Axolotl el "yo" se desliza del protagonista al extraño animal que contempla y en el que se transforma, y en Las babas del diable, Michel es "yo" y "él" y la realidad es la foto que se anima bajo la mirada de Michel que se ha quedado afuera.
Quizás se comprenda mejor ahora el carácter de lo lúdicro y lo geométrico en Cortázar. No es el juego por el juego, no es la simetría por la simetría misma. Es la necesaria forma de contar el propio laberinto. Pero nada de oscuros pasadizos. Es un laberinto de cristal lleno de luz, una confusión de reflejos, una transparente y complicada red de vasos comunicantes en la que, de algún modo, todo se comunica con todo, y donde alguna remota perturbación puso en movimiento a una realidad cambiante e hiperfluida que desde entonces no cesa de buscar el dudoso equilibrio perdido.

Todas las noches, la noche
Pensando de este modo se puede interpretar mejor lo que sucede en La noche boca arriba. Cortázar lo dice claramente un poco antes del final: "Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas".
No es un viaje hacia atrás en el tiempo, es un abrupto cambio de coordenadas entre dos puntos donde, del mismo modo que Johnny piensa un cuarto de hora en un minuto y medio, no es necesaria una correlación rigurosa entre las duraciones de una y otra realidad. Cada vez que despierta, lo que el protagonista llama "pesadilla" fue pura vida, pura vigilia en una realidad simétrica. Por eso no se omiten detalles realistas, ni en los fragmentos que corresponden al hombre de la moto ni en los del moteca; salvo en el final, cuando se cuenta como recuerdo de un sueño lo vivido por el indio en la otra realidad, pero entonces, palabras como moto o semáforo son reemplazadas por otras que puedan pertenecer a su sistema de pensamiento. Se trata de una alternancia entre esas dos realidades, y esto es así aunque le creamos al narrador cuando afirma que es el moteca quien ha soñado al hombre de la moto. Porque quién sueñe a quién depende de en cuál de los dos puntos del sistema de coordenadas se produzca el hecho definitivo que clausure la historia, ya que ese punto terminará constituyendo (al menos literariamente) la situación regular. Es el hombre de la moto quien traspuso la puerta para que el moteca pudiera soñarlo, porque es en las coordenadas del indio donde se produce el desenlace. Pero cuidado, se trata del desenlace del cuento, ya que el desenlace de la historia sólo está sugerido (no se consuma el sacrificio). Y entonces la historia bien podría ser al revés, bastaría para ello que el protagonista hubiera permanecido finalmente en la realidad del hombre de la moto. Y esto no es contradictorio. Es un problema de situar el "ahora", lo que no deja de ser una convención. En palabras del mismo Cortázar: "qué palabra, ahora, qué estúpida mentira (Las babas del diablo).
Nótese cómo se ajusta esta solución al concepto que el mismo Cortázar tenía de lo fantástico: "Sólo la alteración momentánea dentro de la regularidad delata lo fantástico, pero es necesario que lo excepcional pase a ser también la regla sin desplazar las estructuras ordinarias entre las cuales se ha insertado. Descubrir en una nube el perfil de Beethoven no sería inquietante si durara diez segundoss (...); su carácter fantástico sólo se afirmaría en caso de que el perfil de Beethoven siguiera allí mientras el resto de las nubes se conduce con su desintencionado desorden sempiterno".

Ropa ajena
"Creo que sé mirar, si es que algo sé, y que todo mirar rezuma falsedad, porque es lo que nos arroja más afuera de nosotros mismos, sin la menor garantía (...). De todas maneras, si de antemano se prevé la probable falsedad, mirar se vuelve posible, basta quizá elegir bien entre el mirar y lo mirado, desnudar a las cosas de tanta ropa ajena. Y, claro, todo esto es más bien difícil" (Las babas del diablo). Aquí, cuando hace ficción, Cortázar sugiere algo que no suele mencionar cuando habla del oficio de escribir y, de paso, da la pista de lo que para mí es una de las cualidades necesarias para que una mirada original se transforme en artística: la intencionalidad; elegir el objeto, la forma de mirarlo, y tomar toda la serie de decisiones que eso implica. La lente debe ser capaz de despojar el objeto "de tanta ropa ajena" y tiene que enfocarse de acuerdo con la distancia, que a su vez es elegida de modo de precisar el encuadre, los límites del campo visual. Esto no es una racionalización superflua de la obra artística, un análisis detallado de los textos que merecen ese nombre permite reunir muchos indicios de que esas decisiones fueron tomadas. Por otro lado, todos hemos leído muchas páginas donde afloran de tanto en tanto atisbos de un mundo interesante, pero tan diluidos en la vacilación, en la incapacidad para elegir y ajustar la mirada, que nos extraviamos, no porque nos desorientemos sino porque no hay adonde ir.
En La noche boca arriba, Cortázar tuvo que inventar una estrategia narrativa que le asegurara a la vez la verosimilitud, la ambigüedad y el rigor necesarios. Eligió una óptica fiel, casi cinematográfica, donde abundan los detalles "reales" tanto para el hombre de la moto como para el moteca. Previó que el lector podía aceptar que el motociclista conociera lo suficiente a los aztecas como para soñarlos de ese modo. No obstante fue cauto: una palabra tan específica como teocalli la usó recién sobre el final. Eligió la tercera persona del singular como voz narrativa, eso le aseguraba la ecuanimidad necesaria entre las dos realidades y un "él" que podía alternar fluidamente entre el moteca y el hombre de la moto. Pero al momento de elegir la distancia no se resignó a una tercera persona clásica y optó por un narrador que cuenta desde el punto de vista del protagonista (hombre de la moto o moteca, según el caso), logrando así las ventajas de la proximidad que da la primera persona sin perder las apuntadas que brinda la tercera. Es más, de la gama posible de narradores en tercera persona escogió el más limitado, aquel que se permite ver sólo lo que ve el protagonista y que renuncia a saber más que lo que él sabe. Así consigue dos cosas: el campo visual queda automáticamente delimitado y se preserva la ambigüedad. Si el narrador abandonara el punto de vista del protagonista, la afirmación final "el sueño maravilloso había sido el otro" podría tomarse como absoluta y el cuento perdería gran parte de su seducción.
Confluencia
Una mirada original y la inteligencia para dirigirla: el artista no estaría completo si no poseyera también un agudo sentido de la belleza y la capacidad de crearla. De todos los elementos, el estético es el más difícil de analizar. ¿Qué es lo bello? Alguien respondió que esa es una pregunta teológica. Yo sólo puedo afirmar que soy capaz de distinguir por lo menos dos tipos de impresiones de belleza en un texto, una que depende del lenguaje y se disfruta línea a línea durante la lectura, y otra que depende de las proporciones, de la arquitectura, y sólo se puede sentir cabalmente al final, cuando el último trazo completa el dibujo y la obra puede apreciarse en totalidad. En cuanto al lenguaje, se ha hablado mucho de la prosa "envolvente" de Cortázar sin que esté del todo claro qué quiere decir. Quizá quiera decir una música, cierta cadencia inasible y seductora que debilita la resistencia del lector a sumergirse en el texto. O tal vez un vértigo de acciones donde hasta "la noche" y "las villas" necesitan de un verbo: "la noche había girado lentamente" (El ídolo de las Cícladas), "villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras" (La noche boca arriba). O un suave encadenarse de las palabras como si no hubiera resistencia del lenguaje, como si todo consistiera en dejarlas fluir libres, en tenerles confianza para permitirles ir solas hasta el final. Es probable que, en todo o en parte, "prosa envolvente" signifique eso. Es seguro que significa el instrumento calibrado por el autor para dar mejor cuenta del mundo que quiere contar. Porque la prosa de Cortázar tiene la agilidad típica de los procesos mentales de sus personajes, la transparencia y la movilidad de su complejo laberinto.
El segundo aspecto, la arquitectura de la obra, bastaría para llenar muchas páginas. Cortázar, sobre todo en sus cuentos, ha construido las formas más diversas. La noche boca arriba está estructurado en fragmentos alternados que corresponden a una y otra realidad. Es una simetría que guarda relación con la simetría del material narrativo. Pero, como es lógico, el cuento está organizado para el lector y es como si fuera ganando en simetría a medida que avanza, como si la estructura fuera en la misma direccion que las palabras. Lo mismo puede decirse de las transiciones entre fragmentos, muy marcadas al comienzo y que van borrándose hasta desaparecer hacia el final. El primer fragmento es la historia del accidente del motociclista hasta el momento en que está en el quirófano. Es el más extenso y está separado del segundo por un blanco: la separación más neta de todas. El segundo corresponde al moteca, pero se introduce como un extraño sueño ("el nunca soñaba olores"). El lector siente que la conciencia sigue perteneciendo al hombre de la moto, y por unas líneas lo seguirá sintiendo, porque la sensación de extrañeza continúa: "como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se rebelara contra eso que no era habitual". Hasta que la conciencia se rinde y entonces "él" pasa a ser el moteca que huye por la selva. La transición hacia el tercer fragmento está resuelta por una continuación (simetría) del movimiento del protagonista entre una y otra realidad. Despierta sobresaltado un yeso en el brazo en una cama de hospital. Este fragmento y los cuatro que siguen tienen aproximadamente la misma longitud. El cuarto fragmento (moteca) ya no se introduce como un sueño, aunque tampoco es categóricamente otra versión de la realidad, dice: "Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad". En el quinto (motociclista) hay una elipsis de la transición, comienza con unas palabras de dialogo: "-Es la fiebre- dijo el enfermo de la cama de al lado-." Se pasa al sexto luego de un punto y aparte a través de una simetría:"Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse". Al séptimo se llega ya sin transición: "Salió de un brinco a la noche del hospital". Aquí la historia comienza a acelerarse; este fragmento es más breve, lo mismo que el que le sigue y al que pasa, coma mediante, en el curso de una misma oración. Hay todavía un pasaje más que dura apenas tres líneas antes de que la conciencia quede explícitamente del lado del moteca:"...ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro..." El final está marcado como un punto de convergencia, una especie de vórtice donde confluyen y son devorados todos los elementos del relato.
He tratado de estudiar La noche boca arriba desde ángulos diversos, quise comprender cada parte y desentrañar el funcionamiento del mecanismo total. Sin embargo, me queda la sensación de haberme afanado siempre sobre otra y la misma cosa, las indiferenciables caras de una esfera. Creí descubrir el mundo al que pertenece la historia y se me hizo evidente que ese mundo es lo que se cuenta; me pareció haber penetrado en el lenguaje y cuando quise describirlo encontré los mismos calificativos que ya había usado para ese mundo. La noche boca arriba se ha comportado previsiblemente frente al análisis. Se ha dejado admirar, mostró generosamente su perfección. Pero el último secreto, aquello que lo hace único e irrepetible permanece intacto, tan inapresable como el alma de los sueños, como la fugitiva realidad.

Publicado en "Cortázar. Doce ensayos sobre el cuento La noche boca arriba",
Ediciones El arca / Fundación Banco Mercantil Argentino, 1995.

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