Prólogo del libro "Nunca Más" de la CONADEP

PROLOGO

Durante la década del 70 la Argentina fue convulsionada por un terror que provenía
tanto desde la extrema derecha como de la extrema izquierda, fenómeno que ha
ocurrido en muchos otros países. Así aconteció en Italia, que durante largos años debió
sufrir la despiadada acción de las formaciones fascistas, de las Brigadas Rojas y de
grupos similares. Pero esa nación no abandonó en ningún momento los principios del
derecho para combatirlo, y lo hizo con absoluta eficacia, mediante los tribunales
ordinarios, ofreciendo a los acusados todas las garantías de la defensa en juicio; y en
ocasión del secuestro de Aldo Moro, cuando un miembro de los servicios de seguridad
le propuso al General Della Chiesa torturar a un detenido que parecía saber mucho, le
respondió con palabras memorables: "Italia puede permitirse perder a Aldo Moro. No,
en cambio, implantar la tortura" .
No fue de esta manera en nuestro país: a los delitos de los terroristas, las Fuerzas
Armadas respondieron con un terrorismo infinitamente peor que el combatido, porque
desde el 24 de marzo de 1976 contaron con el poderío y la impunidad del Estado
absoluto, secuestrando, torturando y asesinando a miles de seres humanos.
Nuestra Comisión no fue instituida para juzgar, pues para eso están los jueces
constitucionales, sino para indagar la suerte de los desaparecidos en el curso de estos
años aciagos de la vida nacional. Pero, después de haber recibido varios miles de
declaraciones y testimonios, de haber verificado o determinado la existencia de cientos
de lugares clandestinos de detención y de acumular más de cincuenta mil páginas;
documentales, tenemos la certidumbre de que la dictadura militar produjo la más
grande tragedia de nuestra historia, y la más salvaje. Y, si bien debemos esperar de la
justicia la palabra definitiva, no podemos callar ante lo que hemos oído, leído y
registrado; todo lo, cual va mucho más allá de lo que pueda considerarse como
delictivo para alcanzar la tenebrosa categoría de los crímenes de lesa humanidad. Con
la técnica de la desaparición y sus consecuencias, 'todos los principios éticos; que las
grandes religiones y las más elevadas filosofías erigieron años de sufrimientos y
calamidades fueron pisoteados y bárbaramente desconocidos.
Son muchísimos los pronunciamientos sobre los sagrados derechos de la persona a
través de historia y, en nuestro tiempo, desde los que consagró la Revolución francesa
hasta los estipulados en las Cartas Universales de Derechos Humanos y en las
grandes encíclicas de este siglo. Todas las naciones civilizadas, incluyendo la nuestra
propia, estatuyeron en sus constituciones garantías que jamás pueden suspenderse, ni
aun en los más catastróficos estados de emergencia: el derecho a la vida, el derecho a
la integridad personal, el derecho a proceso; el derecho a no sufrir condiciones
inhumanas de detención, negación de la justicia o ejecución sumaria.
De la enorme documentación recogida por nosotros se infiere que los derechos
humanos fueron violados en forma orgánica y estatal por la represión de las Fuerzas
Armadas. Y no violados de manera esporádica sino sistemática, de manera siempre la
misma, con similares secuestros e idénticos tormentos en toda la extensión del
territorio. Cómo no atribuirlo a una metodología del terror planificada por los altos
mandos? Cómo podrían haber sido cometidos por perversos que actuaban por su sola
cuenta bajo un régimen rigurosamente militar, con todos los poderes y medios de
información que esto supone? Cómo puede hablarse de "excesos individuales"? De
nuestra información surge que esta tecnología del infierno, fue llevada a cabo por
sádicos pero regimentados ejecutores. Si nuestras inferencias no bastaran, ahí están
las palabras de despedida pronunciadas en la junta Interamericana de Defensa por el
jefe de la delegación argentina, General Santiago Mar Riberos, el 24 de enero, de
1980: "Hicimos la guerra con la doctrina en la mano, con las órdenes escritas de los
Comandos Superiores". Así, cuando ante el clamor universal por los horrores
perpetrados, miembros de la Junta Militar deploraban los "excesos de la represión,
inevitables en una guerra sucia", revelaban una hipócrita tentativa de descargar sobre
subalternos independientes los espantos planificados.
Los operativos de secuestro manifestaban la precisa organización, a veces en los
lugares de trabajo de los señalados, otras en plena calle y a la luz del día, mediante
procedimientos ostensibles de las fuerzas de seguridad que ordenaban "zona libre" a
las comisarías correspondientes. Cuando la víctima era buscada de noche en su propia
casa, comandos armados rodeaban la manzana y entraban por la fuerza, aterrorizaban
a padres y niños, a menudo amordazándolos y obligándolos a presenciar los hechos,
se apoderaban de la persona buscada, la golpeaban brutalmente, la encapuchaban y
finalmente la arrastraban a los autos o camiones, mientras el resto del comando casi
siempre destruía o robaba lo que era transportable. De ahí se partía hacia el antro en
cuya puerta podía haber inscriptas las mismas palabras que Dante leyó en los portales
del infierno: "Abandonad toda esperanza, los que entráis".
De este modo, en nombre de la seguridad nacional, miles y miles de seres humanos,
generalmente jóvenes y hasta adolescentes, pasaron a integrar una categoría tétrica y
fantasmal: la de los Desaparecidos. Palabra -triste privilegio argentino- que hoy se
escribe en castellano en toda la prensa del mundo.
Arrebatados por la fuerza, dejaron de tener presencia civil. Quiénes exactamente los
habían secuestrado? Por qué?. Dónde estaban?. No se tenía respuesta precisa a estos
interrogantes: las autoridades no habían oído hablar de ellos, las cárceles no los tenían
en sus celdas, la justicia los desconocía y los hábeas corpus sólo tenían por
contestación el silencio. En torno de ellos crecía un ominoso silencio. Nunca un
secuestrador arrestado, jamás un lugar de detención clandestino individualizado, nunca
la noticia de una sanción a los culpables de los delitos. Así transcurrían días, semanas,
meses, años de incertidumbres y, dolor de padres, madres e hijos, todos pendientes de
rumores, debatiéndose entre desesperadas expectativas, de gestiones innumerables e
inútiles, de ruegos a influyentes, a oficiales de alguna fuerza armada que alguien les
recomendaba, a obispos y capellanes, a comisarios. La respuesta era siempre
negativa.
En cuanto a la sociedad, iba arraigándose la idea de la desprotección, el oscuro temor
de que cualquiera, por inocente que fuese, pudiese caer en aquella infinita caza de
brujas, apoderándose de unos el miedo sobrecogedor y de otros una tendencia
consciente o inconsciente a justificar el horror: "Por algo será", se murmuraba en voz
baja, como queriendo así propiciar a los terribles e inescrutables dioses, mirando como
apestados a los hijos o padres del desaparecido. Sentimientos sin embargo vacilantes,
porque se sabía de tantos que habían sido tragados por aquel abismo sin fondo sin ser
culpable de nada; porque la lucha contra los "subversivos", con la tendencia que tiene
toda caza de brujas o de endemoniados, se había convertido en una represión
demencialmente generalizada, porque el epíteto de subversivo tenía un alcance tan
vasto como imprevisible. En el delirio semántico, encabezado por calificaciones como,
"marxismo-leninismo", "apátridas", 9cmaterialistas y ateos", "enemigos de los valores
occidentales y cristianos", todo era posible: desde gente que propiciaba una revolución
social hasta adolescentes sensibles que iban a villas-miseria para ayudar a sus
moradores. Todos calan en la redada: dirigentes sindicales que luchaban por una
simple mejora de salarios, muchachos que habían sido miembros de un centro
estudiantil, periodistas que no eran adictos a la dictadura, psicólogos y sociólogos por
pertenecer a profesiones sospechosas, jóvenes pacifistas, monjas y sacerdotes que
habían Llevado las enseñanzas de Cristo a barriadas miserables.
Y amigos de cualquiera de ellos, y amigos de esos amigos, gente que había sido
denunciada por venganza personal y por secuestrados bajo tortura. Todos, en su
mayoría inocentes de terrorismo o si quiera de pertenecer a los cuadros combatientes
de la guerrilla, porque éstos presentaban batalla y morían en el enfrentamiento o se
suicidaban antes de entregarse, y pocos Llegaban vivos a manos de los represores.
Desde el momento del secuestro, la víctima perdía todos los derechos; privada de toda
comunicación con el mundo exterior, confinada en lugares desconocidos, sometida a
suplicios infernales, ignorante de su destino, mediato o inmediato, susceptible de ser
arrojada al río o al mar, con bloques de cemento en sus pies, o reducida a cenizas;
seres que sin embargo no eran cosas, sino que conservaban atributos de la criatura
humana: la sensibilidad para el tormento, la memoria de su madre o de su hijo o de su
mujer, la infinita vergüenza por la violación en público; seres no sólo poseídos por esa
infinita angustia y ese supremo pavor, sino, y quizás por eso mismo, guardando en
algún rincón de su alma alguna descabellada esperanza.
De estos desamparados, muchos de ellos apenas adolescentes, de estos
abandonados por el mundo hemos podido constatar cerca de nueve mil. Pero tenemos
todas las razones para suponer una cifra más alta, porque muchas familias vacilaron en
denunciar los secuestros por temor a represalias. Y aún vacilan, por temor a un
resurgimiento de estas fuerzas del mal.
Con tristeza, con dolor hemos cumplido la misión que nos encomendó en su momento
el Presidente Constitucional de la República. Esa labor fue muy ardua, porque debimos
recomponer un tenebroso rompecabezas, después de muchos años de producidos los
hechos, cuando se han borrado deliberadamente todos los rastros, se ha quemado,
toda documentación y hasta se han demolido edificios. Hemos tenido que basarnos,
pues, en las denuncias de los familiares, en las declaraciones de aquellos que pudieron
salir del infierno y aun en los testimonios de represores que por oscuras motivaciones
se acercaron a nosotros para decir lo, que sabían.
En el curso de nuestras indagaciones fuimos insultados y amenazados por los que
cometieron los crímenes, quienes lejos de arrepentirse, vuelven a repetir las
consabidas razones de "la guerra sucia", de la salvación de la patria y de sus valores
occidentales y cristianos, valores que precisamente fueron arrastrados por ellos entre
los muros sangrientos de los antros; de represión. Y nos acusan de no propiciar la
reconciliación nacional, de activar los odios y resentimientos, de impedir el olvido. Pero
no es así no estamos movidos por el resentimiento ni por el espíritu de venganza; sólo
pedimos la verdad y la justicia, tal como por otra parte las han. pedido las iglesias de
distintas confesiones, entendiendo que no podrá haber reconciliación sino después del
arrepentimiento de los culpables y de una justicia que se fundamente en la verdad.
Porque, si no, deberla echarse por tierra la trascendente misión que el poder judicial
tiene en toda comunidad civilizada. Verdad y justicia, por otra parte, que permitirán vivir
con honor a los hombres de las fuerzas armadas que son inocentes y que, de no
procederse así, correrían el riesgo de ser ensuciados por una incriminación global e
injusta. Verdad y justicia que permitirá a esas fuerzas considerarse como auténticas
herederas de aquellos Ejércitos que, con tanta heroicidad como pobreza, Llevaron la
libertad a medio continente.
Se nos ha acusado, en fin, de denunciar sólo una parte de los hechos sangrientos que
sufrió nuestra nación en los últimos tiempos, silenciando los que cometió el terrorismo
que precedió a marzo de 1976, y hasta, de alguna manera, hacer de ellos una tortuosa
exaltación. Por el contrario, nuestra Comisión ha repudiado siempre aquel terror, y lo
repetimos una vez más en estas mismas páginas. Nuestra misión no era la de
investigar sus crímenes sino estrictamente la suerte corrida por los desaparecidos,
cualesquiera que fueran, proviniesen de uno o de otro lado de la violencia. Los
familiares de las víctimas del terrorismo anterior no lo hicieron, seguramente, _porque
ese terror produjo muertes, no desaparecidos. Por lo demás el pueblo argentino ha
podido escuchar y ver cantidad de programas televisivos, y leer infinidad de artículos
en diarios y revistas, además de un libro entero publicado por el gobierno militar, que
enumeraron, describieron y condenaron minuciosamente los hechos de aquel
terrorismo.
Las grandes calamidades son siempre aleccionadoras, y sin duda el más terrible
drama que en toda su historia sufrió la Nación durante el período que duró la dictadura
militar iniciada en marzo de 1976 servirá para hacernos comprender que Únicamente la
democracia es capaz de preservar a un pueblo de semejante horror, que sólo ella
puede mantener y salvar los sagrados y esenciales derechos de la criatura humana.
Unicamente así podremos estar seguros de que NUNCA MAS en nuestra patria se
repetirán hechos que nos han hecho trágicamente famosos en el mundo civilizado.

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